El desarrollo científico y tecnológico ha llevado al ser humano a un nivel de conocimiento y control de su existencia sin precedentes en la historia. En general, nuestros días están bastante organizados y resultan predecibles, lo que nos da una sensación de control y bienestar profundos. Sobre todo a medida que envejecemos, la esperanza de no tener sobresaltos ni imprevistos es un fuerte objetivo de nuestra vida. Las sorpresas no son bienvenidas. Suponemos que el auto partirá en la mañana, que no chocaremos en el camino, que no nos despedirán del trabajo y que el día será nuestra habitual rutina. Aunque a veces nos aburrimos, en el fondo disfrutamos cada vez más la sensación de tener una especie de control remoto de la realidad.
Desgraciadamente para nuestra ilusión, la realidad se encarga de vez en cuando de recordarnos quiénes somos de verdad. Y eso es importante, porque tendemos a olvidar las bases de las reglas del juego: que al final somos simplemente unos mamíferos primates jugando a la selección natural en un mundo artificial. De tiempo a otro, un familiar enfermo, un fenómeno natural o el derrumbe de alguna construcción humana, nos muestran nuestros límites y nuestros verdaderos contornos.
A veces, sin embargo, a la realidad se le pasa la mano. Tengo una pareja de amigos franceses con la que nos hemos visitado algunas veces. Trabajamos juntos, nuestros hijos jugaron con los suyos y hemos llegado a quererlos. Trabajan en investigación en el rubro computación y tenemos varios proyectos en conjunto, muy exitosos. Como una buena familia feliz, se les ocurrió ir a hacer clases a una escuela de verano de la UNESCO en Sri Lanka, y aprovechar de pasar la navidad en un parque natural del sur junto con sus hijos. Por supuesto que la civilización imperante en el planeta les daba la confianza suficiente para ir a un buen hotel, con una impresionante vista a un mar de ensueño, y suponer que todo iba estar bien controlado, como siempre.
Pero la realidad tiene sus propios planes, y, a diferencia de los nuestros, los materializa de verdad. No vieron venir el tsunami, ni siquiera alcanzaron a asustarse. Él está vivo ahora, pero bastante herido y se salvó por milagro. El resto de su familia aún figuran como desaparecidos, pero no hay ya casi ninguna esperanza de encontrarlos vivos.
¿Cómo podemos vivir con esto? Supongo que no podemos enfrentar cada día como si fuera el último de nuestras vidas, porque las probabilidades están a nuestro favor, y lo más probable es que no muramos hoy. Pero podríamos tratar de recordar siempre la fragilidad de nuestra existencia y la de nuestros seres queridos. No dejarnos engañar por nuestra magia de circo, que pretende hacernos creer que nosotros dominamos el planeta y que podemos predecir todo lo que va a ocurrir. Siempre despedirse con cariño de nuestra pareja y de nuestros hijos, una caricia demás por si acaso. Evitar indignarse por estupideces cotidianas, como las cuentas impagas, los sistemas que fallan o el conductor asesino que pasó a nuestro lado.
Debemos esforzarnos, porque nuestra naturaleza nos lleva a olvidar, preferimos no ver lo que no queremos ver. Y, con el tiempo, entre un terremoto y otro, volvemos a manejarlo todo, la realidad se vuelve sumisa y obediente, casi parece que nuestro conocimiento y tecnología son suficientes para controlarla, y nuestra vida se torna agradable, predecible y casi aburrida.
Tal vez es ese deseo profundo de control el que nos hace ver hasta el pronóstico del tiempo, sólo para confirmar al día siguiente que efectivamente estuvo nublado variando a parcial. Pero no debemos olvidar que tal vez no estaremos ahí para verlo.