En 1992, cuando Chile se conectó a Internet, sólo estábamos allí un puñado de académicos de la Universidad de Chile y otro de la Universidad Católica, en una loca carrera por ser los primeros. La emoción y la exitación del momento, con el teléfono en la mano hablando con el gringo al otro lado, explotaron cuando el primer paquete de datos entre los dos routers fue y volvió sin problemas, pasando por un satélite y demorando medio segundo en su paseo.
No hubo más testigos de ese histórico momento, pero los participantes sentíamos que Chile entraba a una nueva etapa, donde estaban los grandes, y donde el mundo científico evolucionaba. El país en esos días discutía si valía la pena comprar un fax para la empresa, y nos miraba como los científicos locos que efectivamente éramos.
Durante estos años hemos vivido cautivos del hechizo de la red, viendo cómo más y más gente se sumaba al clan de adeptos de Internet. Todo este tiempo hemos predicado que el futuro del país depende de Internet, hemos combatido las tecnologías alternativas y hemos mostrado prototipos que usan Internet para todo tipo de aplicaciones. También vimos pasar el motor del desarrollo de la red del ambiente universitario al ambiente comercial.
Hoy, de golpe nos encontramos con que todo el país nos devuelve el mismo discurso, e incluso el Presidente de la República recoge Internet como un tema focal del desarrollo futuro.
Es entonces que tenemos miedo, porque parece que ya llegó la hora de la verdad. Hemos pasado casi diez años empujando una idea, buscando crear las oportunidades de una economía digital, borrar definitivamente a la cordillera y a los miles de kilómetros que nos separan de cualquier mercado del primer mundo.
Siempre hemos tenido a quien echarle la culpa. El aislamiento del país nos ha servido como buena excusa. Primero dijimos que Internet era muy caro en Chile. Después fue culpa de las empresas de telecomunicaciones. Después dijimos que faltaban leyes, como la firma digital. Después dijimos que el estado de Chile no entendía el tema.
Ahora, nos hemos quedado sin disculpas. Tenemos una infraestructura de telecomunicaciones de primer nivel, un número de máquinas conectadas a Internet que nos sitúa en el primer nivel de América Latina en relación a nuestro PGB, una oferta de conectividad variada y de buen precio y, finalmente, un estado que ha mostrado una notable presencia en Internet.
Probablemente nunca ha existido para Chile una oportunidad como esta. Internet nos permite jugar en la cancha de los grandes, a nivel internacional sin barreras geográficas ni logísticas. Las barreras de entrada a esta nueva economía son exclusivamente intelectuales: tener la capacidad de inventar un negocio nuevo y entender cómo adaptar la tecnología para realizarlo.
Por supuesto que esto no es fácil. Ahora que todos hablan de Internet, resulta difícil separar charlatanes de conocedores. Por otro lado, todavía faltan algunos pasos que dar en el país. El primero es que las telefónicas dejen de vender un Internet gratis más caro que el Internet contratado. No entiendo cómo no se dan cuenta que estos juegos de poker trasnochado corroen la confianza que el público tiene que tener en la red y sus proveedores. También debemos enfrentar dos grandes desafíos a nivel de la formación de los profesionales: mejorar la capacidad tecnológica y mejorar la capacidad de desarrollar negocios de riesgo. Estos cambios pueden hacerse en las Universidades, fomentando programas de postgrado y de investigación en estas áreas, pero también deben hacerse en las empresas y en los inversionistas. Es urgente cambiar nuestra mentalidad de corto plazo basada en flujos inmediatos, y apostar más en grande a retornos futuros.
En Chile le tenemos fobia al riesgo. Hemos confundido las ansias de emprender, de crear negocios y de formar empresas con la evaluación de nuestro flujo inmediato. En vez de seguir buscando cómo sacar más dinero de negocios tradicionales y siempre iguales, Internet nos ofrece la oportunidad de colonizar un terreno virgen, donde se buscan ideas. A corto plazo, no es un buen negocio. A largo plazo, muchos negocios tradicionales van a morir por no haber visto a tiempo el desafío de Internet.
La separación generacional que genera Internet es muy clara, y es en los jóvenes donde encontraremos a estos nuevos empresarios, a estas ideas que pueden cambiar el esquema de desarrollo del país. La generación más antigua (de 40 años para arriba) debe cuidar de no estorbar en este proceso. Por ello estoy convencido que conectar a los colegios a Internet está muy bien, pero debemos garantizar que dejen que los niños lo usen. Me refiero a usarlo de verdad, no solo como un espacio de clases, vigilado y dirigido por un profesor. Debemos dejar que discutan, que participen, que inventen y se diviertan. Para eso, debemos dejarlos solos. El profesor, en este contexto, debe transformarse en un alumno más, descubriendo junto a ellos y aprendiendo de ellos.
Chile ha jugado bien sus cartas hasta aquí. Ahora le toca a la gente. Estamos cerca de lograrlo. Pero también tan lejos. Me pregunto ahora, con miedo pero optimista: ¿seremos capaces de tomar esta oportunidad? ¿o nos llegó demasiado pronto, demasiado rápido?
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