Me ha tocado vivir una experiencia personal tan fuerte que no puedo escribir sobre otra cosa hoy. Como esta columna es de Ciencia y Tecnología, voy a tratar de concluir algo coherente con la temática, pero realmente se trata más de un desahogo que otra cosa.
Hace un par de meses un hijo mío fue operado de urgencia de un tumor cerebral en una clínica privada de prestigio en Chile. El análisis posterior del tumor arrojó la peor de las noticias: era un tumor maligno y muy agresivo que requería aplicar radiación en toda la cabeza y la espina dorsal más un tratamiento de quimioterapia posterior de un año completo. Aun así, sus esperanzas de sobrevida a 5 años eran apenas cercanas al 50%.
Al ir internalizando la noticia, nos fuimos dando cuenta que esto era peor de lo que pensábamos: la radiación disminuía su capacidad intelectual, limitaba su crecimiento al dañar la espina y probablemente iba a causar otros daños endocrinos todos los cuales eran de por vida. Por otro lado, la quimioterapia nos enfrentaba a un año inyectándole drogas dañinas, disminuyendo sus defensas hasta el extremo que cualquier infección es grave. Todo para terminar en que, a esa altura, tenía una chance del 50% de no empezar todo de nuevo.
Reiteradamente le preguntamos a todos los médicos si el diagnóstico podía estar errado y si no sería buena idea verificarlo fuera de Chile y sistemáticamente sus respuestas nos negaron la esperanza: que todo estaba claro y que no sacábamos nada con cuestionar la realidad que enfrentábamos.
Finalmente, por presión familiar, viajamos a Estados Unidos a realizar el tratamiento de radioterapia a Los Angeles, pensando que así minimizaríamos el daño lateral del tratamiento. Allí los médicos quisieron revisar todo el caso y nos dieron una increíble noticia: el tumor era completamente distinto al diagnosticado en Chile y además benigno. Esto hacía que, a pesar que existe un riesgo de que reaparezca, no requiere ningún tratamiento posterior: ni radioterapia, ni quimioterapia. De golpe, nos encontramos planificando la vuelta al colegio en vez de la radiación. Por supuesto, pedimos que el diagnóstico fuera confirmado en otros lugares, lo que resultó positivo.
¿Cómo se explica el error en Chile? Eso parece fácil: en Chile se diagnostican unos 70 tumores cerebrales en niños al año en total. En el hospital de Los Angeles tratan ellos solos 120 casos anuales. En el hospital Johns Hopkins, quienes confirmaron el diagnóstico, analizan 1.500 al año. La escala, la experiencia, los grandes números hacen toda la diferencia: el tumor de mi hijo era tan raro que en Chile nunca habían visto uno. Ese es el costo de la ingorancia.
Pero, ¿cómo se explica la arrogancia y la seguridad del diagnóstico? Eso es más difícil: si sabemos donde estamos, y conocemos el mundo afuera (la mayoría de los médicos que nos atendió ha sido entrenado fuera de Chile), deberíamos estar concientes de nuestras limitaciones y haber recomendado desde el comienzo una segunda opinión en lugares con más experiencia. Pero no fue así. Este es el costo de la soberbia.
Creo que hay una lección importante en todo esto que es generalizable al mundo científico y tecnológico completo: Chile está pagando costos altísimos todo el tiempo debido a la escasez de conocimiento. Es un costo oculto y a veces lo olvidamos, pero estas experiencias muestran lo serio que puede llegar a ser.
Chile tiene profesionales de nivel internacional y son muy buenos. Son pocos, pero son buenos. Además de impulsar un esfuerzo nacional y mucho más activo en aumentar el número, creo que también debiéramos atacar el segundo problema: nuestra soberbia. Tal vez la misma escasez produce este fenómeno: uno se sube al avión como un simple estudiante de doctorado en el primer mundo y se baja en Chile con alfombra roja y banda militar. Debemos esforzarnos entonces por no creernos lo que no somos. Reconozcamos los límites que nos impone el haber elegido Chile para quedarnos y abramos nuestras mentes hacia el mundo desarrollado cuando es necesario: no cuesta nada preguntar a los que tienen más experiencia, los que ya pasaron por donde nosotros vamos. Esa humildad nos hará mucho mejores y mucho menos ignorantes.
No hagamos que Chile pague aun mayores costos simplemente debido a nuestro propio ego. Somos buenos, pero no olvidemos nunca que hay mejores.