Acabo de leer la entrevista que le hicieron a Federici en El Mercurio, publicada el domingo 13 de enero de 2008. Al leerla, me atravesó un escalofrío de dolor: como una película vieja, que nos trae de vuelta un huracán de sensaciones y miedos que creíamos olvidados y bien guardados en nuestra historia.
A veces es duro volver 20 años atrás y revivir en un Chile tan terrible y triste como el de 1987. Para mi, debe ser uno de mis peores años en la Universidad de Chile. Acababa de firmar mi contrato como profesor jornada completa luego de terminar mi Magister en Computación y mi ciclo como dirigente universitario llegaba a su fin. Estaba decidido a dar una guerra que creía perdida: trabajar en la Universidad de Chile para recuperarla, liberarla y volver a transformarla en la mejor universidad del país.
En el contexto de esos años, no teníamos la menor esperanza de lograrlo: el país vivía la distracción de la visita del Papa, se nos avecinaba un plebiscito que dábamos por perdido, la ley de universidades generaba un contexto donde la Universidad de Chile no tenía ninguna chance y todo apuntaba a que nuestro proyecto de universidad meritocrática, abierta y pluralista iba a morir sepultado por la libre competencia de las universidades privadas, que recibían todos los capitales disponibles, mientras nosotros agonizábamos en una pobreza absurda (recuerdo haber comprado mis propias tizas para poder hacer clases) y en un desorden total en la batalla contra nuestras autoridades delegadas.
Justo después de poder haber sacado a un decano interventor en Ingeniería, casi sin alcanzar a celebrar nuestro triunfo, llegó Federici a la rectoría. Probablemente fue el climax de la insurrección universitaria y marcó un punto de inflexión cuyas consecuencias resultaron cruciales para el país.
Yo partí a mi doctorado ese mismo año, y recibí vía mail las noticias de las manifestaciones, del disparo de carabineros a la cabeza de María Paz Santibañez y del grado de paroxismo al que llegaba la revuelta universitaria. Creo que nunca estuve más pesimista en mi vida sobre lo que nos deparaba el futuro de entonces, que hoy ya es nuestro pasado. Por eso, con una enorme incredulidad asistí perplejo a lo que siguió ocurriendo en el mundo: la caída de Federici, el triunfo del No en el plebiscito y, broche de oro a la perplejidad mundial, la caída del muro de Berlín.
Desde mi vuelta a Chile en 1991, no he vuelto nunca a perder el optimismo en el futuro de este país y, muy particularmente, en el futuro de la Universidad de Chile. Desde esos oscuros años que Federici me hizo recordar, la Universidad ha avanzado siglos en desarrollo, liderazgo, calidad académica y aportes a Chile. Hoy en día, no solo es la primera universidad del país, sino que es el principal bastión del pluralismo y la meritocracia, tal como lo soñé sin esperanzas hace 20 años. Me siento orgulloso de trabajar en este lugar, y admiro todo lo que se ha construido y avanzado en este tiempo.
Supongo que es lógico que Federici opine que la Universidad de Chile sigue retrocediendo, porque su proyecto fue doblegarnos y hacernos desaparecer. Estamos más vivos que nunca, opinando y liderando la formación y la investigación científica así como la transferencia tecnológica. Sigamos "retrocediendo" entonces, hasta lograr ser una de las mejores universidades del mundo.